domingo, 24 de enero de 2010

¿A que sería bonito?


--Día 1--

Noto un cosquilleo azul en la cara. Cuando levanto la cabeza, veo sorprendido como dos preciosos ojos me rehuyen la mirada. Ella, pienso yo, habrá dejado la vista clavada en un punto, y yo he tenido la suerte, o la desfachatez, de ponerme en medio.

--Día 2--

No es posible. El mismo cosquilleo azul, esta vez en la nuca. Me quedo quieto, con los sentidos alerta. Durante un rato sigo percibiendo intermitentemente esa deliciosa sensación. Algunas pausas son más largas, y otras más rítmicas y veloces, las identifico con el parpadeo. Me armo de valor y decido girarme. Me la encuentro, coqueta, mirando circunstancial hacia otro lado. ¿Me estaba mirando a mi, o me estoy volviendo loco?

--Día 3--

Hoy no ha venido, y esto parece vacío. Tengo que encontrar un método para confirmar mis sospechas. Hoy no ha venido, y noto que lo que antes era un agradable complemento a lo que venía a hacer, ahora es casi un fin. Cuando pasa un rato me levanto y me voy, pues hoy no ha venido.

--Día 4--

Encontré la manera de comprobar si me estoy volviendo loco, o contra todo propósito, se ha fijado en mi.
El primer paso es cambiarme de sitio. Hoy me he ubicado en la otra esquina. Pasa un rato, y allí entra ella, con sus ojos (¿emitiendo cosquilleos azules?) yendo hacia mi posición habitual. Pero al llegar, gira la cabeza en ambas direcciones y se vuelve. Noto un cosquilleo muy tenue, pues está lejos. Y viene hacia mi, y se sienta en frente mío.
Y ahí es cuando entra en juego el segundo paso del método. Implicó para mayor seguridad prescindir de mi querido café de la mañana, debido a mis malas dotes de actor. Cuando estoy con la cabeza baja, siento de nuevo el cosquilleo azul. Entonces bostezo. Y cuando termino, levanto la cabeza, y ella agacha la suya, y cuento hasta cinco.
Uno... nada
Dos... nada
Tres... sus ojos se entrecierran
Cuatro... abre la boca y bosteza
Cinco... con un gesto de su mano, se tapa la boca al ser consciente de que la estoy mirando. Levanta la cabeza, e intuyo que sonríe pues no puedo apartar mis ojos de los suyos, que antes percibía como un cosquilleo, y ahora se que, contra todo pronóstico, me miran.
¡Y yo que pensaba que en la biblioteca sólo se estudiaba!




jueves, 14 de enero de 2010

Las horas II

No está tan mal ser una hora entre las siete y las ocho de la mañana. El día comienza, lleno de expectativas que seguramente no se cumplan, pero aún no lo sabes, pues estás en un estado de aletargamiento. Escuchas de fondo la voz de Francino repitiendo constantemente la hora, la peninsular y la de canarias, manías que tiene el hombre. Puede decir la hora cada cinco minutos, lo que al principio me molestaba un poco, y de lo que no podría prescindir ahora. Pues eso, suena la alarma y se enciende sola la radio, y estás todavía entre las sábanas, calentito, sin nada de que preocuparte, no tienes que pensar en nada, ni hacer nada, ni decir nada, sólo estar, solo ser, (que si, que la mierda luego se cierne sobre ti y se te viene encima como una avalancha) Estás como está el gusano de seda en su capullo. Ese estado es tan frágil que podrías romperlo con una uña, al igual que el ovillo de seda, pero es uno de los mejores momentos del día, aunque todavía no es día, y obviamente tampoco es noche...
Me gusta ser una hora entre las siete y las ocho de la mañana.

martes, 12 de enero de 2010

Las horas

Debe ser que soy una hora entre las siete y las ocho de la mañana. Las nueve, como las diez o incluso las once, son buenas horas. Huelen a café, y a tostadas. Además puedes disfrutarlas habiendo descansado decentemente. Las doce y la una, en contra de lo que la gente piense, son horas canallas, en las que la gente que no madruga se levanta y no desayuna, o en la que puedes salir a la calle a ver como las señoras mayores hacen la compra, y la gente está trabajando mientras tu simplemente paseas.
De las dos a las cuatro las funciones son meramente alimenticias, sino directamente, de forma indirecta (excepto para los que a pesar de levantarse a las doce deciden desayunar), pues el hambre o simplemente la costumbre lo influencian todo. La siesta o sopor, así como el trabajo o el estudio van de cuatro a siete (nótese que dos periodos se solapan). Son horas bastante tristes, pues generalmente nadie hace lo que quiere de cuatro a siete. Siempre se va, viene, o hace lo que no se quiere en estas horas, incluso dormir la siesta (¿nunca habéis notado la culpabilidad de la siesta?). Desde las ocho, aunque quizás las ocho también estén el el grupo anterior, no se... en fin, desde las nueve a las doce todo es bueno, pues la gente sale del aletargamiento y las imposiciones. Cena, habla, hace las cosas que no ha podido hacer de cuatro a ocho. Y a partir de las doce en adelante, se puede salir, o dormir.
Pero yo debo ser algún momento de entre las siete y las ocho de la mañana, donde hay sueño, mal despertar (o mal regresar por haber salido a las doce del día anterior), no tienes ganas de nada y solo quieres seguir durmiendo. Además no puedes pensar, pues tu cabeza aún no está lúcida. No lo está hasta que llega la ducha.
Debo de ser un momento antes de la ducha, entonces. Ya voy acotando lo que soy.