miércoles, 28 de abril de 2010

La Buena Vida


Todos los colores salen de la madera, todos son totalmente orgánicos. El verde es verde madera, el rojo es rojo madera, el gris, el negro, el blanco...
Además los focos no emiten luz, sino sombras. Si se apagaran todos, la luz nos cegaría. Emiten sombras debajo de las mesas, en las estanterías, en los lomos de los libros, bajo el vapor de la tetera.
Huele a té, y hay migas en la mesa. Las migas de la pasta que descansa mordida sobre el plato lo vertebran todo: las vetas de la madera de la que está echa la mesa, que late como viva, la taza vacía, con un poso de azúcar en el fondo, la cucharilla apoyada en la servilleta, la bandeja.
Una hoja de té se desenrolla en el agua, y la tiñe con una nube bienoliente.


"Lo primero que comprendió el pingüino a través de su crimen fue que se encontraba todo lo mismo que el Orestes antiguo: en medio de una inmensidad de impolutas tinieblas más o menos benignas. Cuando se da uno cuenta de esa coyuntura y sigue amando la vida ha ganado una batalla, ¿Contra qué? Nadie podría expresarlo, pero sí percibirlo, y sentirlo".

¿Matamos, como hizo Orestes, a nuestra madre, o a aquello que nos da la vida?

miércoles, 14 de abril de 2010

Retrato


Aquella mañana gris típicamente gallega, con el cielo encapotado y apuntando lluvia, salí a dar un paseo por la playa. Estaba desierta, y era agradable caminar por la húmeda y fría arena gris que había sido batida por el mar de madrugada, y que por varios metros desde la orilla se había quedado casi perfectamente nivelada al retirarse la marea.
De lejos lo vi, echo un ovillo. No supe lo que estaba haciendo hasta que estuve casi a su altura. Cuando llegué a él no pude menos que pararme. Aquel hombre parecía un náufrago. Vestía una camiseta blanca echa jirones y un viejo bañador del que no sabría decir exactamente de que color era. Estaba en cuclillas, y la espuma de las olas le besaba rítmicamente los dedos de los pies. Atento seleccionaba las piedras mas planas y redondeadas y las metía en una pequeña red. Me miró, y me asusté, pues tenía los ojos tan claros que parecía ciego. Pero lo que sucedió a continuación me demostró que no lo era. Pues soltó su red, y de entre todas las piedras que tenía dentro, tomó una. Era grande como la palma de su huesuda mano, de forma ovalada y de color rojo surcado por alguna finísima veta de lo que parecía ser cuarzo. Luego se dirigió hacia la arena seca. Yo, sabiendo que había algo de lo que hacía que estaba relacionado conmigo, lo seguí y me senté frente a el, como hipnotizado. Entonces tomó un palito de la arena, fino, largo y de color dorado, y de su bolsillo sacó una pequeña concha de cangrejo ermitaño llena de una sustancia que parecía ser tinta. Y comenzó a dibujar algo en la piedra.
Así estuvimos largo rato. El absorto en su dibujo, y yo debatiéndome entre salir corriendo o seguir allí sentado. Con un pequeño gruñido el hombre levantó la cabeza, y mirando a la linea del horizonte con sus ojos glaucos dejó caer la piedra en la que había estado trabajando. Me incliné hacia delante, y descubrí que había estado dibujando mi retrato, pero de manera especial. Aunque no me reconocía, supe perfectamente que era yo el que estaba allí dibujado. El retrato me miraba a los ojos con la expresión de asombro y duda con la que yo lo miraba a él, pues era mi retrato de anciano, y en mi interior tuve la certeza que llegaré a ser exactamente así si algún día llego a viejo. El hombre dio otro gruñido, como si me hubiera leído el pensamiento, y negando con la cabeza tomó con su mano izquierda la piedra que descansaba sobre la arena, mientas que con el huesudo dedo índice de su mano derecha señaló a mi corazón, dándome dos golpecitos en el pecho. Acto seguido, y sin yo poder evitarlo, arrojó mi retrato al mar con una fuerza increíble para su endeble brazo. Con un sordo grito de desesperación me lancé corriendo hacia el agua para intentar recuperar aquél increíble dibujo. Pero fue imposible. Al salir del agua totalmente empapado el hombre ya no estaba allí. Pero creí oír que el viento que venía del mar me traía una voz que decía "Es sólo una piedra".

domingo, 11 de abril de 2010

Mi primera bicicleta


Heredé mi primera bicicleta de mi hermano. Era y es, pues aún existe, una pequeña bicicleta roja, de cuadro de hierro, bastante pesado, que previamente había pertenecido a mi hermana. En sus orígenes debió de ser una bicicleta de niña, allá por los ochenta, pero tras su paso por las manos de mi hermano no volvió a ser la misma. Supongo que le quitó la cestita y demás accesorios, y a base de derrapes y golpes la dejó casi como hoy en día se puede ver al fondo de la cochera, con aspecto envejecido, las cámaras desgastadas y con sus rasgos femeninos casi extinguidos.
El caso es que llegó a mi tras su paso por dos usuarios anteriores. Me imagino que mi padre le puso los ruedines que le quitó anteriormente cuando mis hermanos no los necesitaron. Y así estuve yo un tiempo, con una bicicleta bastante destartalada, con sus ruedines reubicados, dando vueltas alrededor de mi casa, mientras mi hermano me adelantaba a toda velocidad con su BH California amarilla. Hasta aquí todo lo supongo, pues era realmente pequeño y no lo recuerdo con claridad. Lo que si recuerdo es cuando mi padre me quitó los ruedines. Creo que fue uno de los momentos más importantes de mi vida, y no por aprender a andar en bicicleta manteniendo el equilibrio por mi mismo, lo que es ya de por si es bastante trascendente, sino porque creo que aprendí con el tiempo algo más importante, el concepto de falsa seguridad, y como a veces puede ser buena. Pues nunca fui consciente hasta tiempo después de que casi nunca utilicé los ruedines adosados a la rueda trasera, pues las exigencias a las que se vieron sometidas por mi hermano las pequeñas escuadras de acero a las que estaban sujetos hicieron que se deformaran, quedándose en forma de ángulo agudo, por lo que sólo en las curvas más cerradas aquellas ruedecitas tocaban el suelo. Las pequeñas ruedas iban siempre en aire, sin apoyarse, pero yo no lo sabía, y sospecho que desde el primer momento que fui capaz de mover aquella pequeña bici destartalada lo hice por mi mismo.
Esta historia, quizás por lo personal, me parece bonita, y sobre todo porque más tarde te das cuenta de que la vida muchas veces se basa en ruedines que no tocan el suelo, pero sin los que quizás estaríamos siempre paralizados por el miedo a caernos.

viernes, 9 de abril de 2010

Sobre lo bueno de las mezclas, o de como engañarse para no colocar la habitación


En la mesa periódicos viejos mezclados con carpetas mezcladas con apuntes mezclados con baquetas mezcladas con cactus mezclados con discos mezclados con monedas. En la cama sábanas mezcladas con mantas mezcladas con cojines mezclados con un conejo verde de peluche mezclado con un jersey mezclado con un pantalón vaquero. En la estantería tazas mezcladas con té mezcladas con apuntes mezcladas con libros mezclados con partituras mezcladas con cajas mezclados con rosquillas mezcladas con ópera mezclada con manzanas mezcladas con Pharmaton. Y entre toda esa cantidad de cosas en imperfecto desorden extendidas por la habitación, una mesa verde sobre la que está el eje, la piedra angular: La radio y la cafetera. Escuchando la primera bebo, tumbado en el suelo, el producto de la segunda.
Radio mezclada con café mezclado con leche mezclado con azúcar. Aquí no se está tan mal, ¿no?