No está tan mal ser una hora entre las siete y las ocho de la mañana. El día comienza, lleno de expectativas que seguramente no se cumplan, pero aún no lo sabes, pues estás en un estado de aletargamiento. Escuchas de fondo la voz de Francino repitiendo constantemente la hora, la peninsular y la de canarias, manías que tiene el hombre. Puede decir la hora cada cinco minutos, lo que al principio me molestaba un poco, y de lo que no podría prescindir ahora. Pues eso, suena la alarma y se enciende sola la radio, y estás todavía entre las sábanas, calentito, sin nada de que preocuparte, no tienes que pensar en nada, ni hacer nada, ni decir nada, sólo estar, solo ser, (que si, que la mierda luego se cierne sobre ti y se te viene encima como una avalancha) Estás como está el gusano de seda en su capullo. Ese estado es tan frágil que podrías romperlo con una uña, al igual que el ovillo de seda, pero es uno de los mejores momentos del día, aunque todavía no es día, y obviamente tampoco es noche...
Me gusta ser una hora entre las siete y las ocho de la mañana.
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