domingo, 11 de abril de 2010

Mi primera bicicleta


Heredé mi primera bicicleta de mi hermano. Era y es, pues aún existe, una pequeña bicicleta roja, de cuadro de hierro, bastante pesado, que previamente había pertenecido a mi hermana. En sus orígenes debió de ser una bicicleta de niña, allá por los ochenta, pero tras su paso por las manos de mi hermano no volvió a ser la misma. Supongo que le quitó la cestita y demás accesorios, y a base de derrapes y golpes la dejó casi como hoy en día se puede ver al fondo de la cochera, con aspecto envejecido, las cámaras desgastadas y con sus rasgos femeninos casi extinguidos.
El caso es que llegó a mi tras su paso por dos usuarios anteriores. Me imagino que mi padre le puso los ruedines que le quitó anteriormente cuando mis hermanos no los necesitaron. Y así estuve yo un tiempo, con una bicicleta bastante destartalada, con sus ruedines reubicados, dando vueltas alrededor de mi casa, mientras mi hermano me adelantaba a toda velocidad con su BH California amarilla. Hasta aquí todo lo supongo, pues era realmente pequeño y no lo recuerdo con claridad. Lo que si recuerdo es cuando mi padre me quitó los ruedines. Creo que fue uno de los momentos más importantes de mi vida, y no por aprender a andar en bicicleta manteniendo el equilibrio por mi mismo, lo que es ya de por si es bastante trascendente, sino porque creo que aprendí con el tiempo algo más importante, el concepto de falsa seguridad, y como a veces puede ser buena. Pues nunca fui consciente hasta tiempo después de que casi nunca utilicé los ruedines adosados a la rueda trasera, pues las exigencias a las que se vieron sometidas por mi hermano las pequeñas escuadras de acero a las que estaban sujetos hicieron que se deformaran, quedándose en forma de ángulo agudo, por lo que sólo en las curvas más cerradas aquellas ruedecitas tocaban el suelo. Las pequeñas ruedas iban siempre en aire, sin apoyarse, pero yo no lo sabía, y sospecho que desde el primer momento que fui capaz de mover aquella pequeña bici destartalada lo hice por mi mismo.
Esta historia, quizás por lo personal, me parece bonita, y sobre todo porque más tarde te das cuenta de que la vida muchas veces se basa en ruedines que no tocan el suelo, pero sin los que quizás estaríamos siempre paralizados por el miedo a caernos.

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